domingo, 18 de abril de 2021

El Gran Profeta

Ante sí tenía al Gran Profeta. Lo reconoció porque al Gran Profeta siempre lo perseguía un séquito de mártires. Los mártires, arrodillados en círculo ante el Gran Profeta, hacían a la vez de plañideras y de mendigos. Con las manos unidas por el lateral interior y los ojos desorbitados por el frenesí, recogían la sabiduría que el Gran Profeta prodigaba con violenta indiferencia. 

    El Gran Profeta lo impresionó especialmente ya en un primer momento: cabezón, adiposo, sudorífico, con largos y áridos cabellos negros y una barba profusa,  llena de liendres, parecía una bestia colosal y atrofiada, un sumo monarca loco, decadente y convulso. La sabiduría manaba de los labios del Gran Profeta como corrientes de agua sardónica que se precipitaran desde algún abismo imposible. No le hacía falta regurgitar palabras para que su lucidez se comunicase, bastaba con que su mirada se perdiera en algún punto del confín evanescente. 

Para lograr acercarse al Gran Profeta tuvo que esquivar las dos docenas de cuerpos mugrientos, castigados y rasguñados, de sus mártires, que cantaban extrañas meditaciones semejantes a mantras mientras se arremolinaban a su alrededor. Cruzando el torbellino de cuerpos, el meandro de cantos, la mugre como encaramada a la carne, se percató de que los mantras contenían algunas palabras que él podía comprender, palabras como: coño, don, dogma, epifanía, esperma, niño, escroto, recelo, humo, tetillas o inefable… Esta absurda combinación de términos esotéricos y de términos vulgares, lejos de incitar su incredulidad o de obligarle a vacilar, lo fascinó por su originalidad, por su viva y doblemente escatológica originalidad. Con cada paso que daba entre los mártires en dirección al Gran Profeta, a través de cuerpos y de escombros, carne doliente y graznidos sórdidos, sentía avanzar en sentido contrario a su alma.  Un vértigo escabroso se apoderaba de sus ánimos, acentuando su temor, increpando su falta de bravura El camino parecía desaparecerle de los pies según caminaba, abocándole a una caída irremediable, aunque instintivamente sabía que lo único que lo haría caer sería acobardarse y regresar. 

Tras alcanzar por fin al Gran Profeta, sentado en medio de la multitud mientras humedecía el papel de un cigarro con la lengua como si fuera una serpiente acariciando a un gatito con sus glándulas salivares, se plantó de pie de frente a Él, temblando como un poseído, a la espera de que el Gran Profeta le dijera algo. Lo que necesitaba era una fórmula de vida, una explicación o, por lo menos, algún amparo teórico que pudiera fingir valioso y con sentido. El Gran Profeta, una vez hubo acabado de liarse el cigarro, buscó en los bolsillos de su americana a cuadros un encendedor. Pero del interior agujereado de los bolsillos de su americana asomaban sus dedos ennegrecidos y rechonchos, lo que no parecía significarle nada de cara a la posibilidad de que allí no hubiera un encendedor.

En trémulo silencio, nervioso pero decidido y felizmente al borde del llanto, contemplando los ojos oscuros del Gran Profeta, ojos imperturbables y distraídos; maravillado por aquel par de ojos feroces que parecían mirar más hacia dentro que hacia afuera, adentro de un Más Allá colérico, estremecedor y demente, buscó conmovido en sus bolsillos para sacar un encendedor y ofrecérselo. El Gran Profeta tomó la ofrenda con un simple movimiento al que parecía predestinado, como si aquel movimiento torpe y eléctrico dirigiera el concierto íntegro de la existencia, desde el hambre de los gusanos hasta el baile de los pájaros y el sueño de los astros, conduciendo al destino a través de la autopista de su alma; música resplandeciente que ardía en infinitud de luces, silencio gimiente y opaco. Rascándose la barba, respirando profundamente la nicotina del cigarrillo, le devolvió una mirada arrogante y despectiva, una mirada que lo atravesaba como una daga eterna, una daga que siempre hubiera estado clavada en su pecho, pero de la que no se había percibido hasta ahora. 

Alrededor del Gran Profeta comenzó a acumularse una densa neblina oscurísima. Allí adentro de su veneno los cánticos de los mártires parecían truenos; el humo había aislado la realidad en un ecosistema ultramundano donde ni siquiera el oxígeno era ya una necesidad biológica, sino un mero capricho de los organismos inferiores. Mareado, embelesado, absorbido por el vértigo de aquella dimensión trascendental ni siquiera se había fijado en que el Gran Profeta había comenzado a masturbarse. Se masturbaba con una mano mientras con la otra se quemaba el escroto con la punta del cigarrillo. Apunto estaba de terminar su sermón masturbatorio cuando los mártires se arrojaron todos al unísono hacia su entrepierna. Quedó allí sepultado por los cuerpos febriles de los mártires durante varios minutos, minutos en los que no gritó, simplemente porque sabía que nadie se prestaría a escucharlo. Aquellos corderos idólatras lo habían encarcelado bajo el tumulto de su estampida, reventándole por dentro como ramitas pisoteadas por una manada de búfalos.  Pero al apartarse los mártires del Gran Profeta él se apartó con ellos, como si fuera uno más, como una dichosa caricatura cualquiera.

lunes, 18 de noviembre de 2019

Algo

Algo se mueve en la oscuridad. Se desplaza lenta pero fríamente entre las sombras mórbidas del cuarto inerte, arañando los objetos con su siniestra torpeza de asesino, despojándose de costras ulcerosas, cabellos sanguinolentos y mucosidades ponzoñosas. Respiraciones ásperas y escabrosas cortan el silencio. Ruidos abortados me desesperan. Las paredes vibran con un extraño zumbido de moscas recién sepultadas. Pondré mi fe al servicio del ruido. Cualquier ruido bastaría...
Me pregunto qué es la muerte. En qué consiste quedar al margen de este centro. Pero, ¿quién piensa en la muerte cuando la tiene apenas a dos metros? Pensamos en la muerte cuando está lejos, cuando no nos interpela. Los moribundos no piensan en la muerte. No piensan en la muerte porque no se asombran. Cuando una persona tiene la muerte como un fardo de imposibilidades a la espalda sólo piensa en clave de herencias. Dispone sus últimas acciones a beneficio o venganza de sus allegados. Se aferra a cada instante como si fuese un sueño encarnado en cemento. El cielo roto en cristales infinitesimales que sólo reflejan recuerdos perdidos. Si pienso en la muerte, ¿no será porque, en realidad, todavía puedo escapar o más bien resistir? Y sin embargo, todos mis instintos de supervivencia se hallan congestionados. El corazón se ha hecho jaula por fin: me tienen atrapado. Si fuese una mariposa en una telaraña no sería más vulnerable que ahora. Las mariposas tienen miedo, pero no merodean su miedo como si fuera carroña. El miedo es una carroña donde nos ahogamos.
Algo desconoce mi vigilia. Y no sospecha mi parálisis. Podría decirse que padezco a fuerza de victoria. Mi futuro es de perdición precisamente porque todavía puedo imaginarme cualquier horror. Jadeos, toses, delirios y alaridos de dolor circulan alrededor de este cuarto como un torbellino de impotencias que no importan a nadie. Pasos tras la puerta: no es la salvación ni tampoco es un morboso, es sólo otro espectro indiferente que ignora el mal que nos amenaza. ¿A quién rezamos cuando maldecimos? Maldecir es el movimiento inverso de rezar: un hombre sensato no tiene mirada. No puedo maldecir: poder maldecir me daría una poca de esperanza y no sé qué demonio me ha prohibido concebir mi propia salvación. 
Hongos de miedo pudren mi boca. Una lengua inflamada se embotella en la traquea. Mis ojos inyectados en sangre inane se salen de sus órbitas. Un sudor ácido corre por mi frente. Mis puños pesan toneladas. El estómago es carne putrefacta pegajosa derretida en las costillas. La oscuridad tiene más ojos que la luz miradas. Ojos carniceros se multiplican sin fin. Serpientes de ojos acechan insobornables. Algo trepa por la cama con un cuchillo entre los dientes. Se aferra como un gato a las sábanas enredadas en torno a un par de piernas poco menos que inútiles. Las sábanas caen como agua de manantial en hileras y ondulaciones: la belleza siempre es traicionera. Cables que se enredan, tubos que  son arrancados, globos precipitados por doquier, líquidos, manchas, charcos… El sueño profundo de un hombre agonizante. No puedo adivinar esos sueños, pero advierto su belleza como la tortuga el aguijón. Los pasos en la sala donde nadie sabe nada. Un reloj que enmudece o que grita hacia adentro.
El cuerpo infame de algo sobre el cuerpo de su víctima. Una mano se alza aterradora como un coloso de fango a punto de pisotear a una pulga de agua. Noche quejumbrosa contra gota de silencio. La mano golpea afilada el tronco inerme. Se abate con un golpe seco que detiene el corazón del inocente. Un vientre se desangra. Sigue golpeando con fuerzas infinitas. Por un momento pienso que llaman a la puerta. Si grito podemos ser salvados. Necesito un milagro o un infierno más horrible. Retengo aire en los pulmones. Mi cuerpo se hincha en vano como el cadáver de un sapo. De mi boca sólo escapa más silencio. Un silencio agónico, como de enterrado vivo al fondo de un ataud sin horizonte. Al fin caigo en la cuenta: qué perversa inocencia. Y cuánta inefable depravación. Mi padre acaba de ser asesinado. Y unos ojos abominables se clavan en mí. 

Amanecer

Me desperté a las cuatro de la mañana, con el sol impaciente en su rincón de la noche. El sol sale cada vez más temprano. Y cada vez más pronto el anochecer me obliga a regresar al refugio: noches de frío radioactivo, de aullidos caníbales, de horizontes sin contorno. No sé por qué continúo con vida. Vivo una existencia pordiosera abandonando en este mundo solitario. Ni siquiera la plenitud de esta desdicha me consuela. 
Sobre el horizonte anaranjado observé una mancha que parecía hacerse cada vez más grande. Puse todas mis esperanzas al servicio de varios desastres: imaginé un meteorito avecinándose o una raza alienígena belicosa cargando sus láseres. Lo segundo era imposible: aquí no queda nada noble que conquistar. Y lo mismo le reprocharía al meteorito, si acaso fuese una de esas piedras que saben lo que se hacen. Pero no queda tampoco nada que destruir o asesinar: la indolencia nos ha matado a todos.
La mancha resultó ser un pedazo de periódico pegado a mi escafandra. Era una editorial de 2019 sobre la guerra comercial que varios imperios habían iniciado a fin de debilitar a sus oponentes en relación a no sé bien qué asunto de telefonía inalámbrica. Me reí alegremente a carcajadas. ¡Ah! Extraño tener a alguien con quien hablar. Pero al otro lado de la línea telefónica no queda nadie. Y de todas formas, los cables están cortados: mucha gente se ahorcó durante los últimos años. 
Contemplé el anochecer una vez más. Las manos se me helaban. Debía volver pronto al refugio si quería sobrevivir. ¿Sobrevivir? Menuda indigencia retórica. Yo llamo supervivencia a salir cada mañana a buscar alguna inmundicia comestible. Pero quizá debería llamar supervivencia a otra cosa, a tener una ambición o un propósito: un sueño humilde que pueda contarme a mí mismo sin que parezca una broma absurdísima. 

El Gran Profeta

Ante sí tenía al Gran Profeta. Lo reconoció porque al Gran Profeta siempre lo perseguía un séquito de mártires. Los mártires, arrodillados e...