Ante sí tenía al Gran Profeta. Lo reconoció porque al Gran Profeta siempre lo perseguía un séquito de mártires. Los mártires, arrodillados en círculo ante el Gran Profeta, hacían a la vez de plañideras y de mendigos. Con las manos unidas por el lateral interior y los ojos desorbitados por el frenesí, recogían la sabiduría que el Gran Profeta prodigaba con violenta indiferencia.
El Gran Profeta lo impresionó especialmente ya en un primer momento: cabezón, adiposo, sudorífico, con largos y áridos cabellos negros y una barba profusa, llena de liendres, parecía una bestia colosal y atrofiada, un sumo monarca loco, decadente y convulso. La sabiduría manaba de los labios del Gran Profeta como corrientes de agua sardónica que se precipitaran desde algún abismo imposible. No le hacía falta regurgitar palabras para que su lucidez se comunicase, bastaba con que su mirada se perdiera en algún punto del confín evanescente.
Para lograr acercarse al Gran Profeta tuvo que esquivar las dos docenas de cuerpos mugrientos, castigados y rasguñados, de sus mártires, que cantaban extrañas meditaciones semejantes a mantras mientras se arremolinaban a su alrededor. Cruzando el torbellino de cuerpos, el meandro de cantos, la mugre como encaramada a la carne, se percató de que los mantras contenían algunas palabras que él podía comprender, palabras como: coño, don, dogma, epifanía, esperma, niño, escroto, recelo, humo, tetillas o inefable… Esta absurda combinación de términos esotéricos y de términos vulgares, lejos de incitar su incredulidad o de obligarle a vacilar, lo fascinó por su originalidad, por su viva y doblemente escatológica originalidad. Con cada paso que daba entre los mártires en dirección al Gran Profeta, a través de cuerpos y de escombros, carne doliente y graznidos sórdidos, sentía avanzar en sentido contrario a su alma. Un vértigo escabroso se apoderaba de sus ánimos, acentuando su temor, increpando su falta de bravura El camino parecía desaparecerle de los pies según caminaba, abocándole a una caída irremediable, aunque instintivamente sabía que lo único que lo haría caer sería acobardarse y regresar.
Tras alcanzar por fin al Gran Profeta, sentado en medio de la multitud mientras humedecía el papel de un cigarro con la lengua como si fuera una serpiente acariciando a un gatito con sus glándulas salivares, se plantó de pie de frente a Él, temblando como un poseído, a la espera de que el Gran Profeta le dijera algo. Lo que necesitaba era una fórmula de vida, una explicación o, por lo menos, algún amparo teórico que pudiera fingir valioso y con sentido. El Gran Profeta, una vez hubo acabado de liarse el cigarro, buscó en los bolsillos de su americana a cuadros un encendedor. Pero del interior agujereado de los bolsillos de su americana asomaban sus dedos ennegrecidos y rechonchos, lo que no parecía significarle nada de cara a la posibilidad de que allí no hubiera un encendedor.
En trémulo silencio, nervioso pero decidido y felizmente al borde del llanto, contemplando los ojos oscuros del Gran Profeta, ojos imperturbables y distraídos; maravillado por aquel par de ojos feroces que parecían mirar más hacia dentro que hacia afuera, adentro de un Más Allá colérico, estremecedor y demente, buscó conmovido en sus bolsillos para sacar un encendedor y ofrecérselo. El Gran Profeta tomó la ofrenda con un simple movimiento al que parecía predestinado, como si aquel movimiento torpe y eléctrico dirigiera el concierto íntegro de la existencia, desde el hambre de los gusanos hasta el baile de los pájaros y el sueño de los astros, conduciendo al destino a través de la autopista de su alma; música resplandeciente que ardía en infinitud de luces, silencio gimiente y opaco. Rascándose la barba, respirando profundamente la nicotina del cigarrillo, le devolvió una mirada arrogante y despectiva, una mirada que lo atravesaba como una daga eterna, una daga que siempre hubiera estado clavada en su pecho, pero de la que no se había percibido hasta ahora.
Alrededor del Gran Profeta comenzó a acumularse una densa neblina oscurísima. Allí adentro de su veneno los cánticos de los mártires parecían truenos; el humo había aislado la realidad en un ecosistema ultramundano donde ni siquiera el oxígeno era ya una necesidad biológica, sino un mero capricho de los organismos inferiores. Mareado, embelesado, absorbido por el vértigo de aquella dimensión trascendental ni siquiera se había fijado en que el Gran Profeta había comenzado a masturbarse. Se masturbaba con una mano mientras con la otra se quemaba el escroto con la punta del cigarrillo. Apunto estaba de terminar su sermón masturbatorio cuando los mártires se arrojaron todos al unísono hacia su entrepierna. Quedó allí sepultado por los cuerpos febriles de los mártires durante varios minutos, minutos en los que no gritó, simplemente porque sabía que nadie se prestaría a escucharlo. Aquellos corderos idólatras lo habían encarcelado bajo el tumulto de su estampida, reventándole por dentro como ramitas pisoteadas por una manada de búfalos. Pero al apartarse los mártires del Gran Profeta él se apartó con ellos, como si fuera uno más, como una dichosa caricatura cualquiera.